Remontándonos a la época del deslumbrante éxito de Nintendo con Wii, a partir de 2006 sucedieron dos cosas que cambiarían el mundo de los videojuegos para siempre: que la inmensa mayoría de propuestas jugables tenderían a la simplificación, y que la antaño homogénea comunidad de jugadores daría pie a una sustancial diferenciación entre el jugador hardcore y casual.
El mercado había atraído a un número de nuevos jugadores muy superior a los de generaciones pasadas, y las compañías estaban ávidas de modificar sus propuestas cuanto hiciera falta para reducir al máximo posible las barreras que pudieran separar sus títulos de las nuevas astronómicas cifras de venta. El capitalismo manda.
Pero para el jugador de toda la vida, acostumbrado a repetir niveles que podían superar incluso la hora por cometer un error, con la posibilidad limitada de guardar partida (o sin ella, si nos vamos décadas atrás) y sin checkpoints a cada paso, esta nueva hornada de juegos carentes de reto y castigo, de estándares de dificultad ínfimos que llevan de la mano al jugador, hacía presagiar que su amado hobby acabaría derivando al apocalípsis de sólo juegos para el gran público – el público casual–, cada vez más cercanos a la caricatura expresada por las palabras Press-to-win.
Haciendo un paralelismo, imagínense la siguiente escena. Los jugadores de siempre “invitan” a una fiesta a un montón de gente que o no ha jugado, o lo han hecho tan esporádicamente que resulta una actividad anecdótica para ellos. Pero los invitados son tan numerosos que es en base a ellos que se cambia la música, la bebida… y los juegos.
Partiendo de esos hechos, en la última década no ha sido difícil oír o leer a un jugador harcore hablar de que se pasó tal título en dificultad Difícil, Infierno o Locura. Así, pues, la complejidad y el reto para completar el esquema básico “Ir de un punto A, a un punto B” es uno de los principales elementos de interés y diversión tanto de juegos clásicos como actuales.
Y su explicación es muy sencilla: tras las tentativas iniciales, poco a poco vamos comprendiendo y comprobando de qué forma ir superando las diferentes situaciones que el juego nos presenta, obteniendo a cambio una intensa y satisfactoria sensación de dominio, de desarrollo y de capacidad, que en ocasiones se une también a cierto espíritu competitivo por ser mejor que los demás. Precisamente la mecánica de logros, especialmente el desbloqueo de aquellos de de altísima dificultad que sólo un ínfimo porcentaje de jugadores ha conseguido, se convierte en un magnifico simbolismo onanista donde las diferentes plataformas online nos satisfacen pudiendo exhibir como de larga tenemos nuestra lista.
Como gamers, viciados o jugadores habituales de videojuegos, hemos pasado de ser el centro de las desarrolladoras a una parte menor. Y necesariamente los juegos han simplificado sus mecánicas para dar cabida a unas audiencias más amplias y menos dedicadas que también merecen disfrutar jugando. Esto nos ha relegado a ser una parte minoritaria, en ocasiones excesivamente centrada sobre sí misma, consagrando cierto sabor elitista en una mezcla de sensación de superioridad frente a otros jugadores y de traición frente a la industria.
Si bien es cierto que en ocasiones la búsqueda del dinero fácil por parte de la industria ha derivado en ninguneos a los fans que sostuvieron económicamente sagas míticas que han sido deformadas hasta perder su identidad, la popularización de los videojuegos nos beneficia a todos. Hay más oferta de juegos y consolas que nunca (y más barato si no eres un ansias). Es fácil comprarte en una tienda no-friki una camiseta, un llavero o un peluche de tu mascota de juegos preferida. Hay más voces sobre el medio que nunca antes con un destacable resurgir de las publicaciones en papel. Y la madurez del medio, en lo jugable y en lo narrativo, parece que calla la boca incontestablemente con un curioso fluir de obras maestras en los últimos años frente a aquellos analistas que afirman que «los juegos single player ya no le interesan al público».
Paradójicamente, las tendencias actuales han hecho resurgir con fuerza juegos que tienen en la dificultad su principal seña de identidad. Pareciera que From Software hizo con su saga Souls un planteamiento a la medida del jugador de siempre, para el que muchas de las propuestas jugables le resultaban muy asequibles. Sin embargo, no se trata de una vuelta a atrás en la industria. Por una parte el espectro ocupado por el sector de juegos indie introduce una diversidad de esquemas jugables que en ocasiones confrontan el concepto clásico de videojuego, algunos ofreciendo experiencias interactivas casi exclusivamente basadas en la ambientación audiovisual (más conocidos como Walking Simulators).
Y por otro lado, la industria, que busca la continuidad de los ingresos apelando al público hardcore más fiel, no se olvida de esos cientos de miles que de cuando en cuando cogen un mando para dedicar un tiempo limitado a juegos adaptados a su nivel de habilidad y tolerancia a la frustración. Son potencialmente demasiados como para cerrar la puerta a esos posibles ingresos. Y afortunadamente la industria lo hace mediante selectores de dificultad.
Los selectores de dificultad y las ayudas in game se han convertido en los garantes de la democracia del videojuego. Permiten ajustar el nivel de reto deseado pudiendo variarlo durante la misma partida según lo que nos pida el cuerpo, el tiempo que tengamos disponible o las ganas.
Ahora raro es que una mecánica que se nos atraganta bloquee nuestro progreso. Y nuestro placer, claro. Porque al fin y al cabo jugamos para disfrutar (como veremos en un próximo artículo sobre motivaciones y tipos de jugadores). Y eso conlleva que en ocasiones sólo nos resulta de interés una parte del juego. No son pocos los que echaron más horas creando casas en los Sims que gestionando sus personajes, que no estaban interesados en la ‘dictadura’ de una serie de barras vacías y una cantidad de dinero limitado que les impedía sacar al decorador de interiores que llevan dentro (cual gemelo de un reality de reformas inmobiliarias). En este sentido, el uso de trucos es esa agradable escalera que nos permite salir de la piscina por la que el diseño del juego nos forzaba a pasar para disfrutar exclusivamente con la parte que queremos.
La opción de servirnos lo que nos gusta del juego a la carta, como el que pide una hamburguesa sin tomate o pepinillo, es un lujo creciente y maravilloso donde se dan esas extrañas veces en que los intereses del mercado y del jugador van unidos. No en vano un par de títulos de miedo recientes, Soma e Infernium, han publicado sendos parches que incluyen la opción de no morir, reduciendo considerablemente la ansiedad de la partida y permitiendo que todo para el que lo anterior era un problema disfrute de su narrativa y de su ambientación.
Hace años, cuando te visitaban tus tíos o tus primas que nunca habían jugado videojuegos, y te apetecía echar una partida con ellos al Mario Kart, se aburrían a la tercera paliza. Y sin embargo ahora, cuando te visitan tus sobrinos pequeños, o empiezas a compartir tu gran afición con tus hijos, podéis disfrutar jugando juntos gracias a las ayudas graduales a la conducción que incorpora el título actual. Porque si bien como jugador dedicado la dificultad lejos de ser una traba, resulta un aliciente, deja de ser algo interesante cuando te impide disfrutarlo con los tuyos. Y en definitiva, porque nuestras circunstancias también cambian y, afortunadamente, la industria busca la forma de que cualquiera pueda disfrutar con un mando entre manos.