Heartworm es un juego de terror independiente que busca resucitar el espíritu del survival horror de la era de la primera PlayStation con una precisión absoluta. Desarrollado por Vincent Adinolfi, este título no esconde en ningún momento cuales son sus referentes y rápidamente podemos encontrar numerosos guiños a Silent Hill y a Resident Evil. Desde sus texturas granuladas y ángulos de cámara fijos hasta su narrativa pausada y su diseño sonoro inquietante la inspiración es clara, pero Heartworm, en todo caso, no busca ser solo una mirada nostálgica al pasado: es una meditación sobre el duelo, la memoria y los espacios entre la vida y la muerte.
La historia nos pone en la piel de Sam, una joven consumida por la pérdida y el deseo de reconectar con los muertos. Su obsesión la lleva a una casa misteriosa que parece existir fuera del tiempo, un espacio liminal donde la realidad se distorsiona y el pasado resuena en cada pasillo. La narrativa se desarrolla lentamente, con notas crípticas, encuentros surrealistas y transiciones oníricas que difuminan la línea entre el sueño y la vigilia. Hay una sensación palpable de melancolía que impregna cada momento y el juego nunca se apresura dando respuestas. En lugar de eso, invita al jugador a convivir con la incomodidad, a explorar lo desconocido y a interpretar los fragmentos de historia desde su propia perspectiva emocional.
En cuanto a la jugabilidad, Heartworm abraza las convenciones del survival horror clásico. El movimiento se rige por controles tipo tanque y la cámara por norma general es fija durante los momentos de exploración, aunque podemos seleccionar un tipo de control más moderno y durante el combate se puede pasar a un modo cámara sobre el hombro más actual si así lo deseamos. Estas decisiones de diseño pueden parecer anticuadas para algunos, pero cumplen el mismo propósito deliberado que hace casi 30 años: hacer que el jugador se sienta vulnerable, observado y sin certezas. Eso sí, los ángulos en los que están colocados las cámaras fijas no son siempre los más acertados y algunas transiciones entre cámaras son excesivamente confusas.
La exploración es clave, con puzles de dificultad variable repartidos por el entorno que requieren observación cuidadosa y gestión de objetos. El combate inicialmente es mínimo, casi simbólico, reforzando la idea de que este no es un juego sobre luchar contra monstruos, sino sobre enfrentar demonios internos, algo a lo que contribuye el hecho de que nuestra arma principal sea, al más puro estilo Project Zero, una cámara fotográfica. El uso esporádico de enemigos hace que cada encuentro sea más impactante y la ausencia de acción exagerada permite que el ambiente tome el protagonismo, aunque durante la segunda mitad del juego este equilibrio se trastoca un poco y en ocasiones se abusa de situar demasiados enemigos en los escenarios. En cualquier caso, no es algo a lo que el juego esté demasiado orientado y en el peor de los casos los enemigos acaban siendo una molestia más que un obstáculo real.
Visualmente Heartworm supone una clase magistral en estética retro. Los modelos de baja resolución, las texturas pixeladas y los filtros estilo CRT evocan una sensación de nostalgia al mismo tiempo que contribuyen al tono inquietante del juego. Hay algo inherentemente perturbador en las limitaciones visuales de los primeros gráficos en 3D y Heartworm lo aprovecha al máximo, aunque podemos configurar a nuestro gusto los filtros para obtener un efecto más pixelado propio de la primera PlayStation o un resultado más limpio y actual.
Los escenarios resultan cotidianos y surrealistas al mismo tiempo, buscando esa sensación a medio camino entre la realidad y el sueño tan propia de Silent Hill. La iluminación es tenue, confiando a menudo en sombras y efectos parpadeantes para generar inquietud, sobre todo en aquellos tramos en los que debemos ir iluminando nuestro camino con el flash de la cámara de fotos. No es un juego que sea impactante, pero es profundamente efectivo, demostrando que el terror no necesita texturas en alta definición para ser inmersivo.
El diseño sonoro juega un papel crucial en la construcción de la tensión. La banda sonora ambiental es escasa, con tonos graves, ecos distantes y ráfagas ocasionales de ruido que nos sacuden y nos mantienen en alerta. El silencio se utiliza estratégicamente, permitiendo que el crujido de las tablas del suelo o el zumbido de la estática se vuelvan estruendosos. No hay sustos baratos aquí—solo un miedo lento y creciente que se acumula con el tiempo. La actuación de voz es mínima, y gran parte de la historia se transmite mediante texto y narración ambiental, lo cual encaja con la naturaleza introspectiva del juego.
Uno de los mayores logros de Heartworm es su impacto emocional. El viaje de Sam no es solo un descenso al horror, sino una confrontación con el duelo, la culpa y el deseo de deshacer el pasado. El juego no ofrece respuestas fáciles ni soluciones evidentes. En su lugar, presenta una narrativa fragmentada que refleja la forma en que se experimenta el trauma: desordenadas, esquiva y profundamente personal. Se anima al jugador a reconstruir la historia mediante la exploración y la interpretación y la falta de exposición explícita hace que la experiencia se sienta más íntima. Es un juego que confía en que su audiencia se involucre de forma reflexiva y esa confianza se recompensa con creces.
A pesar de sus muchas virtudes, Heartworm no está exento de limitaciones. Los controles, aunque fieles a la época que emula, pueden resultar frustrantes en ocasiones, especialmente para jugadores no familiarizados con el movimiento tipo tanque. El ritmo es deliberadamente lento, lo que puede no atraer a quienes buscan experiencias con más ritmo. Y aunque el combate sirve bien a la narrativa lo cierto es que está muy poco elaborado. Sin embargo, estos puntos no son tantos defectos tanto como decisiones de diseño, pues Heartworm sabe exactamente lo que quiere ser y el publico al que quiere apuntar.
En el panorama más amplio del terror independiente, Heartworm destaca por su sinceridad y su forma de homenajear a los clásicos. No se apoya en trucos ni en el impacto fácil y tampoco es un mero ejercicio nostálgico. En lugar de eso, Vincent Adinolfi ha sabido utilizar las bases de juegos muy queridos que fueron un autentico hito generacional para capturar sus apartados más característicos y construir sobre ellos algo que tiene una razón de ser y una personalidad propia, de forma que cada detalle cumple su función. La estética retro no es solo un estilo visual, sino un elemento temático que refuerza la idea de la memoria, la decadencia y el paso del tiempo. Heartworm es un recordatorio de que no es necesario tener el motor gráfico más potente y actual para conseguir transmitir terror.