Intentaba evitarlo, mi mente quería borrar a ese maldito bicho rojo alado que tanto me traumatizó cuando era joven y aún inocente. Pero ya lo dijo Neo, «Era inevitable». Debía a 33bits el final de las andaduras de la gárgola-demonio de CAPCOM desde hace bastante, y las deudas hay que pagarlas. Luego está el hecho de que Demon’s Crest es un juegazo como la copa de un pino, claro. Quitamos RPG y metemos la palabra tan de moda hoy día, ‘Metroidvania‘, cuando uno de los juegos que la popularizaron aún no existía, y el otro se había lanzado unos meses antes.

Si intentamos ofrecer algo de contexto a la creación de este juego, bueno… pues que es CAPCOM, y eso muchas veces significa no tener ni pajolera idea de todos los entresijos del proyecto, y siquiera conocer a los nombres propios que formaron parte. El hermetismo usual del momento para evitar fugas de talento y que primase la compañía frente a los nombres individuales que la estaban levantando.

Venga, podemos meter al infatigable Tokuro Fujiwara como productor y alma del proyecto… o el que pone el nombre, viniendo de donde viene todo. Como director acreditado está Ryo Miyazaki, y de diseñador Kenichi Iwao… y poco más. Ya no es que no me crea que el juegazo que es Demon’s Crest iba a salir adelante solo con estos tres -y uno ejerciendo de productor, lo que puede ser tanto una figura vital, como alguien que se pase por la oficina un día a la semana-, es que hasta buscando currículo de director y diseñador no sale gran cosa, pero sí dan idea de su implicación en CAPCOM cuando menos.

Pues lanzado en 1994 en Japón y Estados Unidos, llegaría a Europa el interesante año siguiente con tantos movimientos, siendo los mayores de ellos el lanzamiento de las nuevas consolas de 32-bits en nuestro continente. Pasa que las copias PAL fueron escasas, en algunos países creo que ni llegaron por problemas entre distribuidoras y CAPCOM, y en otros -como aquí en España- llegaron con cuentagotas. Uno de nuestros redactores tiene una y no pierde la ocasión de presumir de ella. Pero es que en Estados Unidos leo también problemas de ventas, y hasta devoluciones masivas en un momento concreto. De nuevo, una verdadera lástima que no refleja de ninguna de las maneras la calidad que destila este título. 

¿Y que era el juego? ¿CAPCOM fusilando y refinando formula, o dando alguno de sus enormes saltos de diseño y calidad? Lo segundo, sin duda. Con todos las similitudes necesarias con los Gargoyle’s Quest de 8 bits, el salto a los 16 bits se traduce en una aventura más completa, aun eliminando elementos previos.

Porque la parte RPG de los dos primeros juegos desaparece, y no seré yo quien se queje por ello. Las fases donde debemos ganarnos los garbanzos seguirán siendo puro arcade de plataformas, acción y vuelo, aunque también con un diseño mucho más complejo. Y ya he mencionado el componente de backtracking.

El desmarque con los también excelentes juegos anteriores empieza en la misma historia que vertebra el juego: hace mucho tiempo que seis blasones cayeron del cielo, sobre el Reino de los Demonios. Reunirlas todas invocarían el Blasón -o ‘crest’, que tiene diferentes acepciones- Celestial. Como no, en un lugar tan simpático como el Reino de los Demonios hubo tortas para hacerse con ellas, y alguien lo logró, nuestra gárgola Firebrand -o Red Arremer, para ser totalmente correctos con la mitología ‘Ghost ‘n Goblins’, y precisamente es el nombre que tienen los tres juegos en Japón-. Pero quedaría fatalmente herido y otro demonio de enorme poder, Phalanx, lo depuso, lo humilla, y le deja dado por muerto en un sueño reparador del que nuestra roja gargolilla no despertará muy alegre. Toca vengarse y conseguir los blasones, en un mundo aún más retorcido e infernal que el de los dos juegos previos.

No hay prácticamente desarrollo argumental. Tenemos algunos pocos personajes, como el General Arma que posee algunos de los blasones, y el mismo Phalanx que ofrecerá tres conclusiones al juego. Que nadie busque argumento, el juego no va de eso, solo algunas localizaciones a la usanza de los pueblos de los RPG ofrecen diálogos de cierto cuño. Pero sobre todo, lo que más nos cuenta sobre este mundo son sus formidables fases y escenarios, con algunas situaciones de mucho impacto.

Es imposible olvidar el mismo comienzo del juego, con Firebrand despertando de su letargo curativo en aquel coliseo inmenso que nos hace pensar en bestias titánicas. Segundos después, un enorme dragón zombi nos perseguirá y deberemos hacernos rápidamente al control de nuestro personaje. Lento caminar, disparo de fuego decente, agarrarnos a las paredes, y poder volar pulsando el botón de salto en el aire. Ahora disponemos de vuelo infinito, no tendremos que mejorar esta cualidad como en los Gargoyle’s Quest, aunque sí habrá mejoras por otros lados. Firebrand empieza muy débil y lo vamos a convertir en una semi-deidad… si somos lo suficientemente dignos y pacientes para ello.

Lo primero, las fases son claramente más complejas que antes, hay no ya más verticalidad, apertura y situaciones, sino más enjundia, exploración y multitud de factores que favorecen la revisión y revisita de ellas. Y las diferentes localizaciones aparecen tanto como caminos a descubrir dentro de ellas, como por un suntuoso desplazamiento aéreo en un engalanado modo 7.

Lo que decía, nada de RPG, nada de mapas cenitales con combates aleatorios, ni una cantidad elevada de localizaciones y mazmorras. Precisamente Demon’s Crest es un juego más corto que sus antecesores, pero claramente más complejo y satisfactorio.

Firebrand ya empieza con el blasón del fuego, pero está fragmentado. Y esos fragmentos nos irán mejorando nuestra capacidad de disparo, permitiendo romper bloques o poner ‘pegotes’ en superficies con pinchos para sujetarnos a ellas.

Luego están las ‘crestas’ propiamiente dichas, que nos transformarán directamente en gárgolas diferentes. Fuego, tierra, agua, aire y tiempo. Esta última revelará la forma real del protagonista. Así, la gárgola de tierra perderá la capacidad de vuelo a costa de ser más contudente, romper obstáculos y desplazar objetos.

La de agua es inútil fuera de ella, y completamente vital en el líquido elemento, Firebrand no lleva bien lo de mojarse.

Con el blasón del aire tenemos la mejor gárgola para saltar, volar y explorar, con un disparo contundente además.

Y el blasón del tiempo nos dará una gárgola de combate que usaremos a rabiar contra los jefes finales que aún nos queden en pie. A diferencia de las otras no ofrece cualidades de backtracking, solo nos hace más duros.

El componente de mejora y exploración se completa con la búsqueda de viales de pociones, talismanes, pergaminos de hechizos y los imprescindibles orbes para ampliar nuestra salud. Los talismanes nos ofrecen mejoras al equiparlos, y las pociones hay que llenarlas y pagarlas, así como  inscribir hechizos en los pergaminos. La única cosa que se acercaría al RPG es romper ventanas a cabezazos en la ciudadela de las gárgolas para acumular dineros.

Acción constante, fases muy diversas y llenitas de exploración, jefes de excelente factura y patrones bien medidos, que te hacen besar la lona y levantar los brazos de júbilo cuando consigues doblegarlos, con ese hilo conductor de mejora y pique exploratorio. Una longitud comedida con una intensidad de juego que crean una dinámica más satisfactoria que los dos predecesores. Y tres finales con tres enemigos distintos, teniendo a Phalanx con su poder desatado y aspecto imponente que arriba habéis visto en el final completo de la aventura. Quedaría hablar de la parte técnica, pero no es esta quizás mi entrada más cargada de gifs como para liarme mucho hablando de la formidable parte visual.

En la sonora destacaría primero algo tan vital como que la banda sonora es mucho más que tenebrismo tirando de órganos y similares, o temas directos y ‘tarareables’, sino que crea incluso momentos melancólicos mientras la furiosa acción discurre a nuestro alrededor, para pasar a lo lúgubre y macabro, y quedando como un guante de seda en todo ello. Lo segundo, seguimos con la ausencia de nombres, pero podemos citar a Toshihiko Horiyama en composición, e incluso Ippo Yamada en diseño sonoro, pero según donde miremos, no aparecerán acreditados.

¿Quedaría algo más? Veamos…

El lector observador que no se haya quedado ciego con tanta ‘imagen móvil’ habrá reparado que he hablado de seis blasones y solo he glosado cinco. El propio juego te lo remarca aún con ese tercer final que parece un cierre perfecto, porque hay un hueco en nuestro inventario que no podremos dejar de mirar ¿Qué sucede? Pues sucede que ese final perfecto esconde un password (el juego no tiene pila de guardado, maldita sea) que nos permite acceder a una localización secreta con el último blasón, volando en el mapa general. «Qué password, de que narices hablas, maldito calvo». ¿No lo llegasteis a ver? Eso es porque para que aparezca hay que completar el juego al 100%, o sea, todos los orbes de vida, todas las pociones, todos los pergaminos y todos los talismanes. Y así dicha clave aparecerá al humillar a Phalanx en su forma definitiva. 

Con el Blasón del Infinito tendremos a nuestra gárgola definitiva que derribará obstáculos, podrá nadar como un tiburón, su vuelo será majestuoso, y su piel de acero la hará formidable en combate. Simplemente cambiaremos en el menú los diferentes tipos de disparos que Firebrand tiene en su forma de fuego.

Todo esto nos servirá para luchar contra Dark Demon, un jefe en un combate de lo mejorcito que han dado los 16bits, y con una  preciosa ración de dificultad que nos pondrá bien a prueba.

Tras esto veremos la misma secuencia que con ese tercer final, pero con un texto que nos deja a Firebrand como el p*to amo. No hay un motivo argumental que vertebre esta zona secreta, solo la pasión de nuestro protagonista por ser el mejor y enfrentarse a rivales que le pongan a prueba. Desde luego, ese objetivo se cumple con este tremendo combate.

¡Vuélvase a su franquicia, espontáneo!

La nota final es triste en mi opinión. Porque así como CAPCOM seguiría en mayor o menor medida con franquicias y creaciones de este periodo temporal, como la saga Megaman X y sus spin-offs, Demon’s Crest quedó sumido en un inexplicable ostracismo, incluso en cameos y apariciones de su carismático protagonista, frente a otros personajes de la compañía. Si me pierde mucho terminar estas entradas de la misma forma, recomendando al lector jugar a la mayoría de juegos que reseño, aquí dicha recomendación está muchísimo más justificada todavía.