Nathanael Weiss es un tipo muy especial. No solo conforma el estudio Wizard Fu, en el que ha programado, diseñado y creado la música del título que nos ocupa — Songbringer —, también ha publicado todo este desarrollo en extensos vídeos que podemos encontrar en YouTube, de tal modo que cualquiera pudo seguir las vicisitudes de este indie que pretende emular en cierto modo a los primeros títulos de la saga Zelda. Nos ponemos a los mandos de nuestra Nintendo Switch para analizar el juego de Nathanael, el cual también podremos encontrar en PlayStation 4, Xbox One y PC.

La nave que da nombre al título.

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Sabor añejo.

Jugar a Songbringer supone adentrarnos en una propuesta que bebe como he dicho antes, de una estructura bastante reconocible en los títulos de aventuras de nuestra niñez. Nos ofrece un mundo con un mapa que se va descubriendo poco a poco a medida que exploramos el escenario, en el que se nos abrirán hasta una decena de mazmorras en las que seguir explorando para desentrañar los secretos del mundo en el que nos encontramos.

Y es que el protagonista, Roq Epimetheos, ha llegado aquí de forma fortuita mediante su nave — la Songbringer — y se va a convertir en un héroe de modo accidental, acompañado de su fiel robot Jib. Tras encontrar una espada misteriosa en una cueva — ¿os suena? — va a despertar un antiguo mal en el mundo de Ekzera.

Explora, combate, resuelve pequeños puzles y mejora constantemente a tu personaje con equipo que será clave para poder afrontar los peligros que se ciernen sobre nosotros. Una aventura de toda la vida con una temática Sci-Fi, en la que no faltarán elementos tan tradicionales y gratificantes como los grandes jefes al final de algunas mazmorras.

Las entradas a las mazmorras serán nuestros objetivos principales en el mapa exterior.

 

Un mundo procedural.

Desde hace algunos años, hemos podido percibir cómo la propuesta de generar mundos de forma procedural —esto es, la creación de escenarios con unos parámetros aleatorios que va a suponer que cada partida sea distinta — se ha puesto de moda. Songbringer propone que el mundo en el que juegues tenga rasgos comunes para todos pero por otro lado, una vez comiences a jugarlo, se generará un escenario a partir de una «semilla» que podremos compartir con otros jugadores para que jueguen exactamente a nuestro mismo mapa.

Este mapa será distinto para cualquier persona que inicie el juego y por tanto, no esperéis poder encontrar una respuesta en la red si os quedáis atascado en algún punto. Las mazmorras además serán no lineales. Es decir, no es necesario que la mayoría de ellas las afrontemos en un orden predeterminado. Libertad total por tanto para el jugador a la hora de explorar tanto el exterior como el interior de Ekzera.

En el exterior podremos encontrar enemigos y algunos objetos con los que interactuar una vez que desbloqueemos cierta habilidad. Además, tenemos la oportunidad de descubrir pequeños atajos — aunque dispondremos de un viaje rápido para algunos puntos destacados del mapa — y unos pocos NPCs que nos ayudarán a situarnos sobre lo que ha acontecido.

En el interior está la verdadera chicha del juego. Será aquí, en las mazmorras, donde exploremos a conciencia, resolvamos pequeños puzles que, en muchas ocasiones, necesitarán de un objeto determinado que tendremos que encontrar allí o en alguna otra parte del mapa y combatamos para mejorar nuestro equipo y encontrar objetos de un solo uso, que nos hagan la aventura un poco más llevadera. En estas cuevas, también encontraremos uno de los puntos fuertes del juego: los jefes finales.

Los escenarios exteriores son realmente atractivos a nivel visual.

 

Enfrentamientos como los de antes.

Aunque los enemigos comunes no supondrán un problema la mayoría de las veces — salvo alguna excepción puntual o por acumulación de los mismos — sí que hay que destacar la dificultad de algunos jefes finales de mazmorra. Son como los de toda la vida: fuertes, grandes, con mucha vida y gran capacidad de pegada. Su diseño es totalmente acorde a la ambientación del juego y suponen en algunas ocasiones tener que aprender sus patrones para poder afrontarlos con garantías.

Cabe destacar aquí el enfrentamiento final, que conlleva un incremento de dificultad muy considerable, con un enemigo que pasará por diferentes fases que a buen seguro nos llevará un buen número de intentos abordar su derrota.

Los jefes no nos lo pondrán nada fácil.

Píxeles como fundamento artístico.

Si lo procedural está de moda, también lo está el arte basado en los píxeles — sobre todo en los títulos indies —. Songbringer hace uso de este tipo de diseño visual para mostrarnos unos escenarios muy atractivos y unos enemigos algo menos inspirados, aunque merecen mención a parte los jefes finales, que sí lo están. El problema de esta decisión no está en el estilo visual elegido, que a un servidor le gusta más allá de lo manido que pueda resultar para algunas personas a estas alturas de la película y tras recibir decenas de juegos basados en ello, sino en el tamaño de los píxeles. Son tan grandes que dificultan la visualización de los objetos en el suelo, por ejemplo, cuando se acumulan varios a la vez. También provocan cierto caos en algunos momentos en los que los enemigos nos salen en tropel, haciendo bastante complicado el poder diferenciar enemigos, proyectiles y objetos del escenario.

El tamaño de los píxeles dificulta muchas veces el visionado correcto de lo que ocurre a nuestro alrededor.

 

No nos queda otra que recomendar Songbringer a todos aquellos que gusten de su ambientación y diseño artístico, de la propuesta tradicional aventurera que ofrece y de la libertad a la hora de explorar y afrontar los retos que hemos de superar a lo largo de las 6 horas que nos puede llevar completarlo. Con un diseño más refinado de los píxeles y un combate algo más profundo, habría sido un título más redondo, pero no deja de ser un juego que tengo la certeza de que gustará a la mayoría de personas que decidan darle una oportunidad.

 


Este análisis ha sido realizado con una copia cedida por Double Eleven