La política en los videojuegos sigue siendo motivo de polémica entre la comunidad y la prensa. Lo curioso del debate es que la diversidad de opiniones no suele centrarse en los mensajes que emite un videojuego como hace cualquier otro medio de expresión, sino en la validez de estas ideas, su mera presencia o si acaso debemos extraer este tipo de lecturas cuando la obra carece de ideología. A pesar de que hay muchos aficionados que huyen de este tipo de análisis porque consideran que solo son juegos, es innegable que el medio ha crecido haciéndose un hueco importante en nuestra cultura. Es ya un adulto, con cargas y responsabilidades. Las inquietudes sociales y políticas respecto a los videojuegos son prácticamente inevitables, pues no se tratan de producciones puras e inocentes que escapen por arte de magia a los sesgos culturales de los desarrolladores y su respectivo público. Lecturas que cada individuo es libre de no realizar o escuchar, pero que tampoco se pueden ignorar o peor aún, adoptar la posición intransigente de que estos estudios y observaciones no tienen cabida en el mundillo.

El videojuego cuenta con una serie de elementos intrínsecos que hace de su repercusión un tema que se debe analizar y someter a cierta exigencia. En primer lugar, encarnamos al personaje de ficción, empatizando con su actitud, ideas y aspiraciones. En segundo lugar, el sistema de un videojuego se basa en la dicotomía ganar-perder, que conlleva al maniqueísmo desmesurado de un evento político y/o histórico si no se retrata con los suficientes matices. Los títulos de carácter bélico son los que mejor muestran este problema, al ambientarse en conflictos reales que aparecen representados como una partida intrascendente de buenos contra malos. Lo alarmante es pensar que esa simplicidad trata de alejarse de la realidad y de no posicionarse a nivel político, cuando el efecto es justamente el contrario. En cambio, en el cine tenemos a multitud de ejemplos donde, sin salirse de los circuitos comerciales y con historias desde la perspectiva estadounidense, se cuestiona el papel de la gran potencia occidental y se producen películas con mensajes antibelicistas.

Riot: Civil Unrest llama la atención por abordar un tema sociopolítico de forma tan directa. El responsable del título, Leonard Menchiari, nos ofrece un juego de estrategia que sirve como simulador de manifestaciones. Los diferentes niveles están basados en protestas reales de diversa índole, como el 15M español contra la elevada tasa de paro, los recortes y la clase política, el movimiento italiano No TAV contra la construcción de una nueva línea ferroviaria de alta velocidad por su impacto medioambiental y la corrupción que traía consigo o la Primavera Árabe en Egipto contra el presidente Hosni Mubarak. Este acercamiento tan poco habitual a conflictos políticos contemporáneos parece ocupar un espacio admirado y privilegiado en los videojuegos, con obras más atrevidas y participativas en una causa, donde lo relevante no es tanto aquello que se dice, sino que por fin alguien apuesta por posicionarse abiertamente en lugar de conformarse con hacer «solo» un juego.

No obstante, Riot: Civil Unrest comienza con una advertencia textual donde el estudio de Menchiari pretende deshacerse de todo tipo de responsabilidad acerca del contenido y mensaje del juego. Además, el desarrollador afirma que ha tratado de ser imparcial en los temas que aborda. Esta idea se comprueba al comenzar con la interacción, donde el sistema nos da a elegir el bando que vamos a interpretar: los rebeldes o la policía. Riot Civil Unrest se convierte en un simulador de la equidistancia, una huida hacia atrás de las responsabilidades anteriormente descritas a las que debe hacer frente cualquier obra cultural. Un canto hacia la premisa de que un videojuego no tiene ideología. La neutralidad convierte a estos escenarios en un partido de fútbol, donde decidirse entre manifestantes y fuerzas de seguridad es como elegir equipo.

Aquel dilema sobre las consecuencias de la victoria y la derrota que ofrecen por naturaleza la mayoría de videojuegos parece solventarse con esta elección de facción. Si el jugador puede adoptar la perspectiva de ambos bandos, se evita que el mensaje caiga en el maniqueísmo. Pero la razón por la cual diversas producciones buscar sortear este problema no es conseguir esa ansiada imparcialidad que anuncia Menchiari, sino que luchan por otorgar más credibilidad en su mensaje y no caer en lo panfletario. Por parte de Riot: Civil Unrest, la batalla se centra en que no haya mensaje, en no posicionarse. Una actitud que resulta insólita para un juego que retrata en uno de sus niveles la muerte de centenares de personas por manifestarse en contra de su gobierno.

Encarnar a la policía no hace sino confirmar esta banalización sobre los enfrentamientos entre civiles y estado. En un principio, los niveles son fáciles al contar con más y mejores recursos para hacer frente a la manifestación, donde se puede leer entre líneas los abusos de poder de un gobierno para deslegitimar la opinión de su pueblo. Sin embargo, a medida que avanzamos, la dificultad va creciendo, otorgando habilidades sospechosamente poderosas a los manifestantes para que tengan la capacidad de arrasar contra ejércitos policiales, con independencia de lo numerosos que sean o el buen equipamiento que lleven. De nuevo, encontramos la persistencia por balancear la situación, por aparentar una situación justa y neutral. La violencia es otro aspecto que confirma la vacuidad temática de Riot Civil Unrest, ya que el juego a duras penas penaliza su uso y todo está bien mientras ganes la partida. Las mecánicas no profundizan sobre situaciones donde la violencia sea lícita o no, ni que lo supone su uso en función del bando que la ejerza. Tampoco la jugabilidad se ve afectada en función del escenario elegido, reduciéndose todo a la misma partida del ping pong sin importar que estemos hablando de una manifestación pacífica contra los recortes o de una lucha contra la represión policial de una dictadura.

Por desgracia, las mecánicas de Riot: Civil Unrest son capaces de generar todavía más frustración que su cabezonería con la imparcialidad. Al igual que en otros títulos de estrategia en tiempo real -RTS- controlamos a varias unidades con diferentes habilidades, de forma totalmente dinámica. Los objetivos varían entre destruir objetos marcados o mantener la posición de un espacio determinado. Los inconvenientes empiezan a la hora de mover a estas unidades, agrupaciones de personas o policías que tienden a dispersarse fácilmente entre los obstáculos del escenario y los eventos que surgen durante la partida. Resulta complicado coordinar movimientos a causa del continuo caos y azar que presenta la gente, además de que no podemos manejar a varias unidades de forma simultánea. Los controles resultan poco intuitivos, hecho que se acentúa al jugar en consola o con un pad, y apenas hay explicaciones que nos ayuden a entender las dinámicas del juego o cómo funcionan las diversas habilidades y objetos.

A priori este desconcierto se puede excusar en que así son las manifestaciones y que la situación está fuera de control una vez empieza la violencia. Pero entonces surgen otras cuestiones, como el género elegido -RTS- donde la base es tener el control de tus avatares y mandarles órdenes de forma eficaz. La navegación entre unidades resulta tosca y es un procedimiento habitual ya que si queremos coordinar a nuestro grupo de manifestantes o fuerzas de seguridad debemos ir una por una para que se desplacen al mismo sitio y ejecuten la habilidad escogida. Tampoco se entiende la perspectiva empleada, una vista aérea que muestra todo lo que acontece durante la manifestación para que después los hechos más relevantes solo sean descubiertos en la pantalla final de estadísticas, donde uno observa estupefacto que han muerto decenas de personas.

Es complicado disfrutar de Riot: Civil Unrest como un juego de estrategia ante la poca fiabilidad de su sistema de control y la mala respuesta que ofrece al jugador. No ayuda el desbalanceo de ciertos niveles o que muchos de ellos giren entorno a una solución óptima en lugar de dar rienda suelta a la creatividad que sugiere la variedad de habilidades y armas. Aunque la dificultad puede ser un reclamo para cierto sector del público en busca de retos interesantes, además de que el modo global del juego engancha con facilidad al desbloquear nuevas opciones e ítems que añaden nuevas capas de profundidad a la partida.

Riot: Civil Unrest es un caso inaudito, un juego que prácticamente se autodestruye con su disclaimer inicial sobre la imparcialidad. Lejos de provocar una mirada prejuiciosa en el jugador, las propias mecánicas y contenido del juego se encargan de confirmar las sospechas. En una época donde se analiza más que nunca el compromiso social de la cultura, hacer un juego político desde la equidistancia puede ser peor que no decir nada. Su áspera jugabilidad contiene ideas interesantes para lograr una mayor inmersión en el caos de las manifestaciones, pero la ejecución final es muy poco satisfactoria, si bien es cierto que los retos pueden atraer a un perfil de jugador exigente con la dificultad.

 


Este análisis ha sido realizado mediante una copia cedida por Evolve PR