Hay dos Hideo Kojima. Está el talentoso, detallista, auténtico cinéfilo y con muchas ideas innovadoras que aportar al mundo de los videojuegos; y luego está el Kojima ególatra, rockstar-wannabe y funambulista de cartón piedra. Por desgracia, parece ser que el segundo lleva unos años ganando al primero.
Death Stranding es una curiosa mezcla entre Mass Effect Andromeda y Metal Gear Solid V. Dos juegos que comparten algo: son el último capítulo de dos sagas que adoro y cuyo buen nombre mancillaron. La línea continuista respecto a MGSV es clara: mundo más abierto, sistema de misiones y progresión, narrativa deslavazada, clasificación de tus actuaciones basada en rankings, notas, feedback con brilli-brilli y soniditos segregadores de dopamina. En un tiempo en que Facebook e Instagram se plantean eliminar el like por los problemas que generan en la salud mental, Kojima decide basar su fórmula jugable en él; una justicia poética deliciosa que simboliza el declive de una mente bullidora. El problema es que acumular likes y el sistema de reclutamiento para «reunificar América» es un incentivo más pobre que el de expandir y mejorar la Mother Base.
Por cierto, Death Stranding juega peligrosamente con aquello del make America great again que, lejos de ser una crítica velada, es nuestro verdadero objetivo en el juego. Por momentos hay tanta obsesión nacionalista al hablar de la grandeza del país que el mismo Trump estaría encantado de probarlo. Pero no se confundan, la audacia de Kojima sigue intacta: siempre ha sido lo que podríamos llamar un auteur, una voz propia, reconocible y de marcados rasgos de la que carecía la industria. Un creativo que ha permitido ensanchar el alcance, los valores de producción y el propio lenguaje de los videojuegos. Deuda eterna. Creó obras que transfiguraron el paisaje de mata-matas que eran los videojuegos en 1987, hasta su apoteosis fan-service de 2008, Metal Gear Solid 4.
Después vino el primer contacto con Hollywood. En una imperdonable decisión, reemplazó a David Hayter, cofundador de Snake, por el más molón Kiefer Sutherland, que le acercaba al star-system; pero vio que, con tantas horas de grabación por delante, el presupuesto se le iba de las manos, así que hizo al personaje mudo. De aquellos polvos, estos lodos. El reparto de Death Stranding, más propio de una película de Marvel que de un videojuego, no tiene por qué ser algo negativo per se hasta que conviertes el asunto en un obsceno desfile de amigotes -Nicholas Winding-Refn, Jordan Vogt-Roberts, ¡hasta Conan O’Brien!- y de ídolos de la infancia -de Kojima- como Norman Reedus o Mads Mikkelsen. Grandes actores, sí, pero homenajes babeantes de quinceañera que no consiguen remontar lo que más debería importarnos aquí: el propio juego.
De hecho, contar con este elenco de estrellas del cine no ha hecho que sus personajes resulten más carismáticos que los de otros juegos, y sus confusos nombres -¿Deadman, Heartman, Die-hardman?- no ayudan. No es de extrañar que el propio Norman Reedus dijera que, al leer el guion, no entendió nada. Y es que, por si fue poco ambicioso hablar de herencia genética y la teoría de la disuasión nuclear, Death Stranding nos sitúa ahora en una especie de futuro distópico poniendo sobre la mesa temas como la muerte, sus conexiones de corte místico y la idea de una red de cooperación mutua que palpita entre el mundo real y el virtual. En un intento de crear un universo y terminología propios, la disposición inextricable del argumento chafa cualquier posibilidad de volverlo inteligible.
No obstante, algo queda, y la pantalla a ratos se llena de potentes imágenes de fuerte carga simbólica que lo hacen un juego ciertamente único. El conjunto resultante es una mezcla de brillante procacidad y monótono artefacto jugable que por algún sorprendente motivo te empuja a continuar jugando. El resquemor que aún le supura a Kojima tras su lamentable salida de Konami podría haber motivado la creación del concepto detrás de Death Stranding. La risotada es de tal magnitud que ha cogido a prensa y aficionados desprevenidos. Tras fundar su propio estudio, Kojima desaprovecha los mayores índices de libertad creativa de los que ha disfrutado jamás para regodearse en una gran burla a una industria que lleva diez años denostando las misiones de recadero en los videojuegos, para hacer de Death Stranding un juego de recaderos en sí mismo. El sueño húmedo de Jeff Bezos o un extraño tributo al repartidor de Deliveroo que nunca se vio tan bien representado en un videojuego -ni en ningún otro producto audiovisual- como aquí.
Una obra autoconsciente hasta la médula, autocomplaciente y plana, de la que sin embargo pueden rescatarse ciertos momentos de destello: la sensación de soledad ante la inmensidad -ya explorada por Dark Souls o Shadow of the Colossus– y la belleza paisajística están ahí. Como Metal Gear Solid V, Death Stranding cuenta con un comienzo fulgurante que se diluye con el tiempo, respira cuando se le inyecta carga narrativa y pierde ritmo a los mandos, por mucho que se nos intente amenizar los paseos con toda la discografía de Low Roar. Porque el arrinconamiento de la música, tradicional punta de lanza de toda su obra, es otra herencia podrida de MGSV. Resulta incomprensible destinar una enorme porción del presupuesto a contratar actores del más alto nivel para luego repetir con el anodino Ludvig Forssell, un compositor que se esfuerza por epatar con una línea de producción tan hollywoodiense como irreconocible en su mediocridad. Forssell no consigue transmitir lo que Harry Gregson-Williams hacía con cuatro notas y por eso Kojima lo entierra con más Low Roar.
Es una lástima que el bueno de Hideo deshaga el camino al andar: lo que ganamos tras desprenderse de la estética del exceso y exprimir el tutorial de lens flare, lo perdemos con una cinematografía en horas bajas que al menos en MGSV tenía la tensión de la cámara en mano y la electricidad del reencuadre. La risotada es, por tanto, más propia de Joker. Kojima ha olvidado que hace videojuegos para el público y no para él. La megalomanía que en 2015 se encauzaba firmando cada misión con nombre y apellido en bochornoso retruécano, infecta hoy al juego completo de una forma más sutil y preocupante, pues corre ya por sus venas y amenaza con descarrilar el tren de las buenas ideas.
Así, Death Stranding se antoja una enorme operación de posicionamiento de marca personal en un mundo del que Kojima siempre quiso formar parte y que siempre vio desde fuera y a lo lejos. Su eterno leitmotiv, la ruptura de la cuarta pared, quedaba hecho añicos en su anterior juego después de señalarnos con el dedo directamente a nosotros, los jugadores. El giro copernicano que representa Death Stranding hace que ahora sea el propio Kojima quien traspase la pared, pues ya no ve el star-system tras la pantalla, sino que se une a él. Sin embargo, no importa por cuántos baches pase este tren: lo que sea que venda Kojima en el futuro habrá que comprárselo siempre, el primer día y sin mirar los ingredientes, pues san Pedro le abrió las puertas del Cielo hace ya mucho tiempo. Ni sexagenario dejará de ser una voz escasa, valiosa y necesaria en una industria carente de talento o aplastado por las lógicas que huyen del atrevimiento en las grandes producciones.